Hoy me siento pensador. Estoy a punto de cerrar otro episodio de mi vida, y en cada una de estas ocasiones me da por reflexionar e intentar concluir alguna moraleja. Es por ello que voy a soltar una cantidad de pensamientos que a más de uno le puede sonar a ladrillazo... Estáis advertidos.
Hace dos años se me presentó la ocasión de dar un giro a mi vida. Hasta entonces tenía todo mi futuro más o menos asegurado. Tenía trabajo fijo, sueldo decente, casa y coche. Aunque en el plano sentimental sufrí un duro revés, tampoco puedo decir que me sentía desgraciado. Podía decirse que tenía la vida resuelta, como es tópico afirmar en estos casos.
Sin embargo no era feliz. Había cumplido lo que para muchos es un gran objetivo, pero yo no sabía disfrutarlo. Y allá por esos momentos se me presentó la ocasión de venir a Toledo a cambiar completamente de aires. Eso significaba dejar el trabajo fijo y alejarme de muchas buenas amistades.
En ese momento me paré a reflexionar -tal y como hago ahora- y concluí que lo que estaba minando mi moral era la rutina. No podía soportar la idea de envejecer viviendo de la misma manera. Necesitaba un cambio, y mi marcha a Toledo podía ser la solución. Sin embargo tenía miedo, ya que era la mayor osadía que había realizado hasta entonces. No sabía qué me podía esperar más adelante, y si iba a ganar con el cambio o me iba a arrepentir para siempre.
Y aterricé en Toledo.
El comienzo fue muy duro. Venía de un lugar donde tenía un círculo de amistades con el que no era fácil aburrirse. Todas las semanas había planeadas actividades de todo tipo, y siempre había alguien con quien quedar o algo que realizar. Y eso desapareció de un día a otro. Los primeros meses no tenía otro entretenimiento más que el propio trabajo Y las tardes eran largas, muy largas...
Los compañeros de piso en esa primera etapa eran muy buena gente, pero cada cual tenía su vida y tampoco había mucho que poder hacer. Y yo, acostumbrado a un ambiente radicalmente diferente, caí en una depresión. Bueno... no sé si fue exactamente una depresión, pero ha sido lo que más se ha parecido en toda mi vida.
La cosa cambió cuando pude mudarme con alguien que vivía en otra zona de Toledo. Me refiero a mi eterno archienemigo. Ya había vivido con él otros años, nos conocíamos, y al fin pude empezar a disfrutar de mi nueva etapa. Fue como recuperar un trozo de aquello que añoraba al venir a Toledo y, aunque la ciudad no era la misma, me ayudó a salir del agujero en el que me metí, algo que nunca podré agradecerle lo suficiente... aunque tampoco se lo he agradecido en ninguna cantidad. Los enemigos somos así.
En el piso también habitaba un chiquilla rubia, acompañada de su perro coprofílico y bobo. Yo no había vivido antes con una chica, pero el experimento fue muy positivo. A pesar del esfuerzo de autocontrol de costumbres hogareñas poco afines al sexo opuesto -que nunca viene mal controlar- la chiquilla ha sido una compañera estupenda. Son para recordar las discusiones para arreglar el planeta, entre otras cosas, o la mina de burlas desde mi punto de vista al ver cómo ella y el otro profundizaban en el mundo cultureta. El perro, aunque tonto y comemierdas, era gracioso.
Hay leyendas que hablan de un cuarto habitante en el piso, pero eso permanece dentro del género de leyendas urbanas. Aunque muchas veces un fuerte olor a tocino rancio sembraba la duda entre nosotros.
Más allá del piso, he conocido a muchas otras personas que han hecho mi paso por Toledo una experiencia enriquecedora. Vivir en Toledo, como ciudad para vivir y no para hacer turismo, también me ha mostrado unos valores que procuraré no olvidar nunca.
Y ahora, de nuevo, se me ha ofrecido la oportunidad de volver a cambiar de aires. Como en cierta película de culto freak, siento que el círculo de mi estancia en Toledo se ha completado. Creo que aquí, en la situación actual, ya he llegado a donde podía llegar, y antes de que la rutina me atrape, he decidido ser más rápido que ella.
Posiblemente en este nuevo cambio he ganado en valor para lanzarme a la aventura sin tener tanto miedo. Ahora no miro tanto hacia atrás para recordar lo que he perdido, sino que me arrastra más la curiosidad de lo que está por venir. Creo que soy más positivo en la esperanza de que el cambio sea para bien, aunque ahora más que la primera vez aparecen sombras en el horizonte que pueden amenazar tormenta. Sin embargo, me encuentro con fuerzas para intentarlo. ¿Dónde?... de vuelta a casa.
Eso sí, hay una moraleja que estoy sacando de todo esto: Se puede disfrutar más del camino que recorres que alcanzando algún fin. En mi caso, el fin esta cada vez más desdibujado, y voy paso a paso construyendo un camino que me resulte interesante. No es un camino errante, porque soy consciente de lo que hago y por qué lo hago.
Que pase lo que tenga que pasar.